El presidente de los Estados Unidos, o Gran Jefe Blanco de Washington, Franklin Pierce, envió en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Wáshington. A cambio, prometió crear una reserva para el pueblo indígena.
Del discurso que pronunció el jefe Seattle en respuesta a esta carta puede decirse lo mismo que de los grandes maestros de la Humanidad, que siempre se expresaron verbalmente y sólo muchos años después alguno de sus discípulos puso por escrito fragmentos de lo que recordaba haber escuchado. De lo que dijo Sócrates sólo conocemos lo que mucho después Platón puso por escrito, cuando ya tenía su propia escuela donde impartía su propia doctrina. Del mensaje de Jesucristo pronunciado originalmente en arameo conocemos versiones, de las que con mayor o menor arbitrariedad algunas son consideradas canónicas y otras muchas apócrifas, escritas muchos años después en griego, cuando las circunstancias históricas habían dado un vuelco y el cristianismo ya era religión oficial del imperio en lugar de ser secta mesiánica de un pueblo periférico.
El discurso del jefe Seattle de enero de 1854 fue pronunciado en lengua Lushootseed, traducido simultáneamente al Chinook (lingua franca entre los indígenas americanos durante el siglo XIX) y de éste al inglés. Basándose en notas tomadas sobre la marcha el Dr. Henry Smith publicó en 1887 (33 años después) en el Seattle Sunday Star lo que se conoce como versión original.
Durante los años 60 del siglo pasado circularon una segunda versión debida a William Arrowsmith y una tercera versión debida a Joseph Campbell, en un lenguaje más contemporáneo. La versión más reciente y famosa, pero también la más libre, es un trabajo del guionista Ted Perry para una película de 1972 sobre ecología llamada Home.
La versión de Ted Perry es considerada por el movimiento ecologistas como el más completo, antiguo y breve tratado que existe sobre política sostenible, pero también ha sido señalada por sus detractores como una mixtificación por las licencias excesivas que se permitió introducir.
Sin ser de lo mejor que he escrito, ni de lo que más trabajo me ha costado, esta entrada sobre el discurso del jefe Seattle es con gran diferencia la más visitada de todo el blog, triplicando algunos días al total de visitas al resto de entradas. Ante el público por ahora estoy pasando principalmente como comentarista del jefe Seattle. Por ello me considero legitimado para poner en su boca un nuevo discurso:
La versión de Ted Perry es considerada por el movimiento ecologistas como el más completo, antiguo y breve tratado que existe sobre política sostenible, pero también ha sido señalada por sus detractores como una mixtificación por las licencias excesivas que se permitió introducir.
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja.
(...)Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa.(...)Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.
El meollo de la respuesta de jefe Seattle, según esta versión, es que hay recursos que no se pueden ni poseer ni comprar ni vender, porque no tienen precio, o si hubiera que expresarla en los términos de la ciencia del hombre blanco, que los recursos naturales no se pueden cuantificar en términos monetarios.
La idea predicada por los neoliberales, dominante hasta ahora en el pensamiento económico, es que los recursos naturales son inagotables porque continuamente la tecnología, gracias al estímulo del libre mercado, descubre nuevos recursos. No importa lo escasos que lleguen a ser; cuanto más escasos, más subirá su precio, más ganará quien descubra recursos alternativos, y antes se desarrollará la tecnología necesaria para ello. Así pasó en su día con el carbón: no empezó a extraerse de las minas hasta que la madera de los bosques no comenzó a escasear, así pasó con el petroleo: no comenzó su extracción a gran escala hasta que el carbón no se encareció lo suficiente, así pasará supuestamente con las fuentes alternativas de energía. Incluso los territorios sin alterar, con su fauna y su flora endémicas, también son una mercancía. Si los habitantes de las ciudades los demandan para su ocio, y se obtiene alguna ganancia del negocio turístico, será rentable que estén protegidos. Conclusión lógica: los recursos naturales deben pertenecer a quienes posean el capital y la tecnología necesaria para explotarlos.
Si sólo se razona en términos monetarios, este argumento es irrefutable, pero puede ser desmontado fácilmente si se razona en términos energéticos. En un mundo limitado los recursos energéticos cada vez más se tienen que extraer de más profundidad, o de yacimientos donde están menos concentrados, o son de peor calidad (porque la mejor fue la que se extrajo primero). Cuando la energía necesaria para extraerlo y refinarlo iguale a la obtenida de ese carbón, de ese petroleo o de ese uranio, podemos cerrar la mina o el pozo, independientemente del precio astronómico que hubiera llegado a alcanzar la tonelada de carbón o de uranio o el barril de petróleo, o de la cantidad que todavía quedara por extraer. Los desarrollistas pueden soñar con que alguna vez se inventarán las centrales nucleares de fusión y generarán energía inagotable, pero eso ya es creer en la ciencia ficción. No es propio de gente sensata.
También la tierra, llegado un punto, puede quedar esquilmada y ya no producir más, independientemente del precio que alcancen las cosechas o de los medios que estemos dispuestos a emplear.
Los recursos que tienen un límite son de todos, y de común acuerdo entre todos se tienen que gestionar. No se pueden explotar de forma sostenible si tienen precio y un dueño concreto.
Si leemos la versión original del discurso del jefe Seattle escrita por Henry Smith en 1887 encontramos, envueltos en un lenguaje profundamente religioso, pasajes aún más ecologistas que los de la versión libre difundida en 1970 por Ted Perry. El discurso trata sobre la decadencia del indio americano y lo inexorable de su desaparición ante el avance del hombre blanco, ilustrado con imágenes sobre cómo favorece el Dios del hombre blanco a sus hijos mientras el Gran Espíritu abandona a los suyos, de ahí que sea inútil resistirse a la oferta del gran jefe blanco.
Hubo un tiempo en el que nuestra gente cubría la tierra como las olas de un mar encrespado por el viento cubren el fondo cubierto de conchas, pero ese tiempo hace mucho que desapareció junto con la grandeza de tribus que ahora son apenas un recuerdo doloroso. No trataré el tema, ni lloraré por ello, del tiempo de nuestra desaparición, ni voy a reprochar a mis hermanos cara pálida por haberla acelerado, porque también nosotros somos en parte responsables de ella.(…)Nuestra gente está menguando como una marea que retrocede rápidamente y que nunca regresará. El dios del hombre blanco no puede amar a nuestra gente, o si nó los hubiera protegido. Ellos parecen huérfanos que no tienen donde buscar ayuda. ¿Cómo, entonces, podemos ser hermanos? ¿Cómo puede su dios llegar a ser nuestro dios y renovar nuestra prosperidad y despertar en nosotros sueños de una grandeza que regresa? Si tenemos un padre celestial común, debe ser parcial, porque sólo vino hacia sus hijos cara pálida.(…)Nosotros nunca lo Vimos. El les dio leyes (a los blancos) pero no tuvo palabras para sus hijos rojos cuyas prolíficas multitudes una vez llenaban este vasto continente como las estrellas llenan el firmamento. No; somos dos razas diferentes con orígenes diferentes y destinos separados. Hay muy poco en común entre nosotros.
El territorio es sagrado para los indios porque es el hogar de los espíritus de los antepasados, mientras que para los blancos sólo tiene el valor inmediato y crematístico de los recursos que pueda extraer.
Para nosotros, las cenizas de nuestros antepasados son sagrados y su lugar de reposo es terreno reverenciado. Ustedes se alejan de las tumbas de sus antepasados aparentemente sin pena.(...)
A sus muertos dejan de amarlos tan pronto como pasan los portales de la tumba y vagan más allá de las estrellas. Ellos pronto son olvidados y nunca regresan.(...)Nuestros muertos nunca olvidan este hermoso mundo que les dio vida. Ellos todavía aman a sus verdes valles, sus rumorosos ríos, sus magníficas montañas, sus apartadas cañadas y lagos y bahías bordeados de verde, y siempre suspiran con un tierno y cariñoso afecto por los seres vivos de corazones solitarios, y con frecuencia regresan del feliz coto de caza para visitarlos, guiarlos, consolarlos, y confortarlos.
Sin embargo, el auge y la decadencia de las tribus es una ley universal, y tarde o temprano también llegará el tiempo de la decadencia del hombre blanco:
Pero, ¿por qué debo llorar a destiempo sobre el destino de mi pueblo? Tribu sigue a tribu y nación sigue a nación, como las olas del mar. Es el orden natural y lamentarse es inutil. El tiempo de vuestra decadencia puede estar todavía lejano, pero con toda seguridad llegará pues ni siquiera el hombre blanco, cuyo dios caminó y conversó con él como con un amigo, puede estar exento del destino universal. Podemos ser hermanos, después de todo.
Finalmente la única condición que impone el jefe Seattle es poder visitar en cualquier momento las tumbas de sus ancestros, amigos e hijos, pues “cada parte de este suelo es sagrado en la consideración de mi pueblo”. Aún cuando se extinga definitivamente su tribu, el hombre blanco nunca estará solo porque “estas playas estarán repletas de los muertos invisibles de mi tribu”.
Este es el discurso de alguien a quien le han cambiado su paradigma. Mientras escribo estas líneas se ignora si los núcleos de los reactores de la central de Fukushima ya se han fundido total o parcialmente, ni cuánta cantidad de elementos radiactivos de larga vida fluyen libremente hacia el océano Pacífico o se depositan sobre el territorio del Japón; y otro tsumani político y social afecta a los estados que hasta ahora nos abastecían de petróleo barato. No está de más que nosotros leamos el discurso del jefe Seattle como quien también está cambiando de paradigma.