José Martí nos enseña que quien resiste con perseverancia acaba trinfando

TRES HEROES - José Martí

Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados.




Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba.



lunes, 28 de octubre de 2013

El ecologista Marx


En la época de Marx el principal problema relacionado con lo que hoy llamaríamos ecología, problema tanto medioambiental como de agotamiento de recursos naturales, era el de la progresiva pérdida de fertilidad de los suelos agrícolas. Fue Liebig, el fundador de la química agrícola, quien primero acertó a exponerlo: la extracción de nutrientes en forma de cosechas, sin que sean repuestos, provoca disminución de los rendimientos agrícolas, y no hay otra forma de solucionarlo más que restituyendo al suelo lo que se le quitó.

Liebig estaba profundamente preocupado porque ya en su época era notorio que la concentración de la población en zonas urbanas, debido a la creciente industrialización, provocaba una concentración de nutrientes en las ciudades, principalmente en Inglaterra como país importador de materias primas agrarias, en forma de basuras y de exceso de estiércol y de residuos contaminantes, y un empobrecimiento de los suelos en las zonas agrícolas, principalmente en los países exportadores.  Liebig culpaba directamente a Gran Bretaña del saqueo de huesos en los cementerios para obtener fertilizantes mediante los que compensar las deficiencias en fósforo:


Gran Bretaña priva a todos los países de los fundamentos de su fertilidad. Ha excavado los campos de batalla de Waterloo, Leipzig y Crimea; ha consumido los huesos de muchas generaciones acumulados en las catacumbas de Sicilia; y ahora anualmente acapara la comida de tres millones y medio de personas de las generaciones futuras. Como un vampiro chupa la sangre de Europa, o incluso del mundo, sin necesidad real ni ganancia permanente para sí misma. (Liebig. Agricultura Moderna, 1859)


Marx (conocedor de la obra de Liebig), señaló en uno de los últimos capítulos del Capital, donde trataba sobre la renta de la tierra, a propósito de la comparación entre la agricultura capitalista industrial y la agricultura minifundista (o parcelaria), que el capitalismo aplicado a la agricultura provocaba una fractura metabólica entre la ciudad y el campo, arruinando tanto a la fuerza de trabajo como a la fuerza natural del suelo. Marx estudió principalmente la contradicción interna del capitalismo, su tendencia a entrar en crisis de superproducción por el conflicto entre el carácter privado del capital y el carácter social del trabajo, pero este asunto de la fertilidad del suelo le sirvió para señalar la contradicción externa,  su tendencia a agotar los recursos naturales de los que depende su propia base económica.

La solución aplicada para paliar este problema, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, fue extraer hasta su agotamiento un recurso no renovable: los depósitos de guano en la costa de Chile y Perú y en las islas del Pacífico; causa de competencia colonial entre las potencias de la época, y por supuesto de guerras, como por ejemplo la guerra entre Chile y Perú y Bolivia por el desierto de Atacama.

Preocupaciones parecidas expresa Lenin en “La cuestión Agraria” (1901), cuando ya era notorio el agotamiento de las minas de guano pero aún no se había descubierto la forma de sintetizar amoniaco a partir del nitrógeno atmosférico:

La posibilidad de sustituir los abonos naturales por los artificiales y el hecho de que ya se haya hecho así (parcialmente) no refutan en absoluto la irracionalidad de desperdiciar los fertilizantes y de contaminar de ese modo los ríos y el aire de los suburbios y de los distritos industriales. Incluso en la actualidad hay explotaciones agrícolas en las inmediaciones de las grandes ciudades que utilizan los residuos urbanos con enormes beneficios para la agricultura. Pero con este sistema sólo se aprovecha una parte infinitesimal de los residuos.”

Para Marx y sus continuadores la solución a esa ruptura metabólica era integrar industria y agricultura en el mismo espacio geográfico, de forma que toda la población tuviera acceso a la tierra y la pudiera cultivar de forma autosuficiente, fertilizándola con los residuos. No es tan descabellado que haya que fundar ecoaldeas ni poner huertos urbanos.

El empleo a gran escala de fertilizantes nitrogenados de síntesis a partir de 1918, la mecanización agrícola y la globalización, cuya consecuencia es la generalización de monocultivos por todo el mundo, ha conducido a que la producción agraria dependa del consumo de energía fósil (como fertilizantes de síntesis, como combustible, como fitosanitarios o como embalajes). El caso extremo son las 10 kilocalorías de energía fósil requeridas para producir 1 kilocaloría de alimento entregado al consumidor en el sistema alimentario de EE.UU. El sistema alimentario de EE.UU. consume diez veces más energía que la energía alimenticia que produce.

Dado que la energía fósil es un recurso no-renovable cuyo zenit está próximo a alcanzarse, es evidente que la ruptura metabólica que Marx detectó en su fase incipiente se presenta ahora como un problema varios órdenes de magnitud mayor. No hemos hecho otra cosa en este último siglo que aplazar el problema, pero agravándolo, hasta extremos que ni Marx ni Liebig hubieran podido nunca imaginar.